Introducción

Volvía a ser de noche. En la posada Roca de Guía reinaba el silencio, un silencio triple.
El silencio más obvio era una calma hueca y resonante, constituida por las cosas que faltaban. Si hubiera soplado el viento, este habría suspirado entre las ramas, habría hecho chirriar el letrero de la posada en sus ganchos y habría arrastrado el silencio calle abajo como arrastra las hojas caídas de otoño. Si hubiera habido gente en la posada, aunque solo fuera un puñado de clientes, ellos habrían llenado el silencio con su conversación y sus risas, y con el barullo y el tintineo propios de una taberna a altas horas de la noche. Si hubiera habido música... pero no, claro que no había música. De hecho, no había ninguna de esas cosas, y por eso persistía el silencio.

Un grupo de personas apoyadas en la barra, miraban en silencio su jarra de bebida. No se conocían, no sabían quiénes eran hasta que entraron todos en aquella posada. No se parecían, no tenían lazos familiares, solo les unía una cosa: las historias. Todas y cada una de las personas apoyadas en la barra tenían historias que compartir. Historias pequeñas, largas historias, aventuras de Táborlin, cuentos sobre liantes Ruh, romances modeganos, mágicas historias fata e historias sobre los innombrables Chandrian que harían estremecerse al más valiente de los mercenarios.
Ellos eran once y once eran sus nombres. La pequeña pero fiera Devi, el enorme ceáldico Kilvin, la El’the Mola, el legendario Kvothe, el artista de las palabras Cronista, Libertad, la arpista Marea, Elena, el profético Cthaeh, la delicada Auri y la hermosa Fela.
Su presencia añadía otro silencio, pequeño y sombrío, al otro silencio, hueco y mayor. Era una especie de aleación, un contrapunto.

El tercer silencio no era fácil reconocerlo. Si pasabas una hora escuchando, quizá empezaras a notarlo en el suelo de madera y en los bastos y astillados barriles que había detrás de la barra. Estaba en el peso de la chimenea de piedra negra, que conservaba el calor de un fuego que ya llevaba mucho rato apagado. Estaba en el lento ir y venir de un trapo de hilo blanco que frotaba el veteado de la barra.
Era el mayor de los tres silencios, y envolvía a los otros dos. Era profundo y ancho como el final del otoño. Era grande y pesado como una gran roca alisada por la erosión de las aguas de un río. Era un sonido paciente e impasible como el de las flores cortadas; el silencio de un hombre que espera la muerte.



















Auri(@RelarAuri)




Libertad(@Amnesiac)


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